jueves, 12 de enero de 2012

Soñando que te soñaba

Resultaste ser un sueño cautivo de noche furtiva y bebida.
Belleza sin igual, de morena melena, sonrisa perfecta,
marrones los ojos, inocente flequillo, rosadas mejillas.
Cuando las almas en una empezábamos a unir
abro los ojos y para mi desgracia te has de ir.

Alma de pureza inigualable, virginal mirada
con la que alumbrabas mis pasos de orgullo
por la estrecha y angosta senda de la vida intrincada.
En la mente, la recompensa que de ella anhelaba
no era sino recibir de sus carnosos labios un beso.

Mas, destino oculto y rocambolesco de la senda de la vida
Fortuna, Dios, Zeus, Júpiter, Afrodita o Venus,
aquellos que del vivir y del amar los hilos manejan y guardan,
puede que el favor de encontrarnos un instante nos hagan.

Mi sueño, el del poeta sentimental al que una sombra atormenta,
vive de esa esperanza, que al cruzar las miradas nuestros corazones latan.
No todo está perdido, puede que en algún lado me aguardes,
como soñábamos que soñando el amor las musas nos encontraran.

Así, reanudo la perpetua busca de la dama deseada y soñada.
Aquella que guarda las llaves que abren el corazón palpitante del fiel amante
que, con un sueño y un sentido, a su alma pura aguarda
para que al fin las dos mitades del ser puedan unirse en uno,
sellando el trato del amor con un beso y un te quiero en un susurro.

jueves, 22 de diciembre de 2011

El hombre que quiso ser Romántico.

James Harley se subió el cuello de la chaqueta hasta arriba. Con las manos en los bolsillos iba callejeando en las calles desiertas y polvorientas de Londres. Era una noche fría y oscura en la que una densa neblina lo cubría todo. La cercanía del Támesis se reflejaba en la humedad del ambiente y hacía que los huesos le dolieran hasta lo indecible. En medio de ese ambiente James Harley parecía una aparición espectral, una de aquellas visiones del averno que vienen al mundo de los hombres para afligir a todo el que se encuentran.

Era Harley un personaje melancólico, solitario, fiel al ambiente romántico en el que se hallaba el mundo a principios del XIX. Medía metro setenta, pero su chepa y su cojera, sufrida en la batalla de Missolonghi allá por Grecia, le hacían aparentar diez centímetros menos. Su pelo rubio y su barba desaliñada iban enlazadas con el aspecto típico de los bohemios románticos que a fuerza de soñar se olvidan de vivir. Sus tristes ropajes hacían entrever un origen humilde, una chaqueta raída, una camisa desgastada, unos pantalones atados con una soga a modo de cinturón y unos zapatos de por lo menos cuarto pie. Harley se dedicaba a la literatura con escaso éxito, ni era un Byron ni quería serlo, se conformaba, no tenía más remedio, con su vida austera, sus paseos solitarios por Londres y la lectura de sus humildes obras en las concurridas tabernas.

Harley no era londinense, su familia provenía de la incipiente burguesía industrial de la ciudad de Dover. Su padre, propietario de telares mecánicos en esa ciudad, había reunido una pequeña fortuna que le permitió sufragarle los estudios de derecho en Londres. Allí llegó, muchacho aun, con tan solo dieciocho años, la cartera llena y la mente llena de sueños que incluían ambición, poder y dinero. Soñaba con ser un importante abogado, el mayor del país, reunir un buen caudal económico que les permitiera vivir con soltura a él y a sus descendientes y, cuando fuera el momento oportuno, iniciar una carrera política que le permitiera convertirse en el Primer Ministro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Así pasó sus dos primeros años en la facultad, sobresaliendo por su brillantez, su carisma y su personalidad. Entonces la conoció a ella…

Ella era una bonita muchacha de veinte años llamada Susanne Faraday. De buena familia, la conoció en una fiesta que celebró el rector de su universidad y a la que, en calidad de uno de los mejores alumnos de ella, estaba invitado. Aun, en aquel ambiente de humedad, vergüenza y frío, podía recordarla a la perfección. Sus preciosos rizos dorados caían suavemente sobre sus hombros, cubiertos por aquel precioso vestido de encaje azul que llevaba para la ocasión. Le saludó con un tierno acento francés y rápidamente él se enamoró de ella. Era una muchacha dulce, inocente, pero con unos sueños influidos totalmente por las ideas de la Revolución. Soñaba con el sufragio universal, con la igualdad y la justicia social, con un mundo nuevo y feliz donde ellos dos estarían juntos para siempre. La presencia de estas ideas en una muchacha de la alta sociedad inglesa se comprende si se tiene en cuenta que su padre, y ella misma de niña, residieron en Francia en la época napoleónica, teniendo que abandonar rápidamente el país cuando se produjo la Restauración Borbónica. En este caso, como si de una herencia o un patrimonio se tratase, cabe decir que las ideas pasaron de padre a hija.

Harley comenzó a abandonar las clases. Se escapaba prácticamente todos los días para dar largos paseos con ella por la ciudad. Hablaban de todo, de la libertad, del derecho, de sus sueños, de casarse. Susanne invitaba a James a cenar a su casa los viernes, y entabló amistad así con su padre, Lord John Faraday. Lord Faraday hablaba a James de las ideas de la Revolución, de la gran vida parisina en la Francia napoleónica, de la necesidad de reestructurar el reparto del capital económico inglés, de la perfidia Borbónica... Era un hombre de unos 50 años, pese a ser Lord compartió con otro gran noble inglés, el poeta Byron, su afición por la aventura, así pues de joven resolvió trasladarse a Francia. Allí vivió y apoyó la Revolución, pese a que en la época del Terror tuvo que volver durante un corto espacio de tiempo a Inglaterra, para posteriormente disfrutar con las hazañas del General Corso. Sin embargo, y esto es algo habitual en la naturaleza humana, defendía todas estas ideas cómodamente sentado en su sofá de terciopelo que poseía en su lujoso salón de su mansión situada en una de las mejores zonas de Londres. El pastor del liberalismo no predicaba con el ejemplo y la incoherencia entre lo que decía Lord Faraday y cómo vivía hubiera sido fácilmente captable por alguien de la inteligencia de Harley, pero el amor le tenía hipnotizado.

No era a su casa al único sitio donde le invitaba Susanne, también solían ir al teatro, a las tertulias de los cafés y los sábados al campo a celebrar un picnic junto a otras jóvenes parejas de la alta sociedad. En las tertulias entabló contacto con las ideas Románticas que ya nunca le abandonarían, coincidió con grandes poetas como Keats, Shelley e, incluso, Byron, con quien se reencontraría en Missolonghi donde uno halló la cojera y el otro la muerte. A partir de entonces comenzó a escribir versos, que encantaban a Susanne pero horrorizaban a sus compañeros de tertulia. Dejó de ir definitivamente a las clases por lo que, tras tres avisos, fue expulsado de la Universidad. Fue entonces cuando tuvo un primer viso de vuelta a la realidad. Horrorizado y avergonzado ante lo que le dirían en su Dover natal, resolvió no volver jamás. Decidió dedicarse a la literatura y casarse con Susanne, establecerse en Londres y tener descendencia mientras luchaban por un mundo más justo para los que habrían de disfrutarlo el día de mañana.

Pero Harley, haciendo gala de una inseguridad en sí misma impropia para los que le hubieran conocido antes de su enamoramiento, pensó que no era suficiente para ella. Quiso hacer méritos, quiso vivir la vida del buen romántico y quedar como un héroe ante sus ojos. Fue entonces cuando Byron le habló de la causa griega contra el Imperio Turco, de la necesidad de independencia para el pueblo heleno. Harley no dudó y decidió emprender el viaje a Grecia en 1821. Susanne y su padre fueron a despedirse de él, y ella, con lágrimas en los ojos, le juró amor eterno y que cuando retornase como héroe libertador de los griegos se casarían. James nunca había sido tan feliz como en aquel instante.

Fueron tres duros años los que pasó fuera de Inglaterra. Fue de Plymouth en barco hasta el puerto de Corfú en lo que fueron dos eternos meses de travesía, que se pasó componiendo, escribiendo cartas a Susanne en las que le relataba el amor que le profesaba y vomitando por cubierta.

A finales de 1821 al fin llegó a Grecia. Recordaba los terribles pesares que le tocó vivir: Un rancho que en los días buenos constaba de pan, agua y un trozo pequeño de carne, lo que le hizo adelgazar mucho en muy poco tiempo, la ausencia de medidas de higiene, la hacinación en los campamentos…pero lo peor sin duda era la orografía griega. Las montañas y los valles, el calor ahogante en verano y el frío que helaba el aliento en invierno. Eso le tocó sufrir durante un año y medio participando con las guerrillas griegas contra las tropas del Sultán. En general eran pocas escaramuzas sin importancia alguna. A inicios de 1824 llegó a Missolonghi, aquella ciudad que tantos horribles recuerdos le evocaba. Allí, para su sorpresa, se encontró con su viejo compañero de tertulias, Lord Byron. No parecía él, su aspecto de galán se había difuminado hasta parecer una caricatura de lo que fue. La malaria había acabado con el tradicional brillo indolente que adornaban sus ojos, y su altanería se había suavizado en gran medida. Con las pocas fuerzas que le quedaban le dijo que se había alistado en 1823, que en Missolonghi al poco contrajo la malaria, que Susanne se hallaba bien pero que hacía mal cerrándose a una sola mujer, mostrando con esto un último homenaje a lo que fue en vida Byron. Vivió lo suficiente para que le administraran la extremaunción. Harley fue quien le cerró los ojos cuando era ya un ser inerte, destrozado por las sangrías que le practicaron.

Al poco tuvo lugar aquella maldita escaramuza. Los turcos llegaron por sorpresa y con la ferocidad que les caracterizaba atacaron. Harley interrumpió durante un momento sus pensamientos para tocarse con tristeza la pierna coja. Evocó al mahometano galopando a caballo, con una sonrisa diabólica y un brillo de locura en sus oscuros ojos color miel. El disparo le golpeó en la pierna, destrozándosela para siempre, y aun tuvo suerte de conservar la vida, si se podía llamar vida a lo que llevaba haciendo los últimos cinco años. Sesenta y cuatro de los hombres que iban con él no pudieron decir lo mismo.

Inválido para el servicio militar, y con la pena y la frustración de no haber logrado la independencia griega y por tanto no hacer nada para ganar méritos a ojos de Susanne, volvió a Inglaterra. Las cartas de Susanne se habían interrumpido a la altura de mediados de 1823, pero Harley lo achacó a sus cambios constantes de posición a lo ancho y largo de Grecia. Él sin embargo, fiel a su condición de febril enamorado le escribió una carta cada día. En el barco pensaba en el consuelo que le supondría volver a ver a Susanne, pedir su mano y casarse. Llegó a Londres a la altura de Septiembre de 1824.

Lo primero que hizo fue ir directamente a casa de su amada, a anunciarle su regreso. Pero para su desconcierto el ama de llaves le dijo que Susanne ya no vivía allí. Pidió hablar con Lord Faraday, pero le dijeron que se había ido a cerrar un negocio. Se encontraba en Londres, solo, ya nadie le conocía, los viejos amigos le habían abandonado, el amor había acabado con sus sueños y encima no encontraba a Susanne. Mas quiso la casualidad que un ejemplar del Times del mes anterior callera en sus manos, donde leyó unas palabras que le mortificaron el alma para siempre. En las páginas de crónica social venía una escueta noticia, que decía: “Esperado enlace Henderson-Faraday. Ayer se produjo el esperado enlace del joven abogado Richard Henderson y la señorita Susanne Faraday”. Conocía al novio, fue compañero suyo en la Universidad, siempre a su zaga, no era tan brillante como él pero si igual de trabajador. De buena familia, aportaba capital a Susanne Faraday, lo que sumado a sus rentas por parte paterna la convertían en una de las personas más ricas del país.

Entonces tuvo lugar el hundimiento moral y físico de Harley. Sin prestigio social, solo, su mundo se había hundido ante sus ojos. Comenzó a frecuentar tabernas, a jugar, a beber. De los tres meses siguientes apenas guarda algún recuerdo, solo sabe que sentía una infinita tristeza, una poderosa llamada a acabar con todo pero que por cobardía no siguió, vivió la desesperación más humana y trágica posible, la del amor. Desde entonces no pudo volver a amar ni a vivir.

De aquello habían pasado cinco años. Cinco años en los que no había parado de torturarse. Ahora no tenía nada, no tenía dinero, su orgullo le impedía ir a visitar a sus padres a Dover, no tenía amor, no tenía futuro. Su vida es la anteriormente expresada, paseos solitarios y melancólicos por Londres, sus recitales en las peores tabernas londinenses y una vida en una pobre pensión. Al principio se echaba las culpas por irse a Grecia y perderla. Cuando la febrilidad del amor pasó, se castigaba por dejarlo todo por aquella chica. Recordó las palabras de Byron y sonrió con tristeza, pensando que tal vez su amigo caído en Missolonghi fuera el único que realmente tuvo alguna vez, ya que fue el único que le avisó. Ese acontecimiento marcó su vida, su personalidad, su futuro, todo. Nunca volvió a ser el mismo.

Serían las doce de la noche cuando sin darse cuenta se halló a la puerta del edificio donde la conoció, aquel donde el rector dio la famosa fiesta. Salía gente, posiblemente de otra fiesta de buena sociedad. Y la vio, la vio, como si una aparición del pasado viniera a torturarle y a desazonarle más aun. Estaba igual que diez años antes, el paso del tiempo no había afectado su rostro. Lozana y sonriente, con sus característicos rizos cayendo sobre sus hombros. Iba cogida del brazo de Henderson, su marido. Y ella le vio también, envuelto entre harapos, estropeado por el tiempo y el hambre. Comprobó in situ como el hombre que lo dejó todo por ella había acabado siendo una sombra de lo que fue. Tal vez fuera por la vergüenza, tal vez por la timidez, pero ella desvió la mirada azarosamente.

Harley sintió correr las lagrimas por sus demacradas mejillas, antes sonrojadas y de buena salud y ahora famélicas. Y sin mirar a nada ni a nadie echó a correr a su pensión. Las calles pasaban a su lado, difuminadas e incorpóreas, como si fuesen una ilusión. La luna llena alumbraba con su pálida luz aquella escena cargada de dramatismo. Del drama que supone la propia existencia para Harley, quien a veces llegó a desear haberla perdido en Missolonghi. Llegó sollozando, en un estado cuasi febril que alarmó a la dueña de dicha posada. Ella, angustiada, le preguntó que le había sucedido. Él solo pudo musitar estas palabras: He mirado a los ojos al fantasma de mi pasado.

martes, 11 de octubre de 2011

Lagrimas en la lluvia

-No hay salida. O tal vez la haya. De cualquier modo estoy demasiado hundido como para verla-. -Asco de tarde-. Allí seguía después de que ella se girara de golpe y le dejara solo, sentado en aquel carcomido banco de madera en medio de una lluvia gélida. Recordaba perfectamente esa sensación. Sentía cada gota como minúsculos puñales que se le clavaban por todo el cuerpo. Pero aun así eso no era lo peor. Lo peor es que se había quedado inmensamente solo, apenas se tenía a sí mismo.

Las cosas no iban bien desde hacia tiempo. Él lo sabía. De hecho podía llegar a intuir que algo así pudiera pasar. Pero no quería verlo. Cerraba los ojos y negaba una situación que era más que evidente. No sabía exactamente porque comenzó el distanciamiento. Simplemente ocurrió. Al principio se entendían como si se conocieran de toda la vida. Con solo una mirada ya se lo decían todo, incluso el mismo día que les presentaron. Recordaba la complicidad con la que se trataron ya desde entonces. Las bromas de él y las sonrisas de ella. ¡Qué sonrisa! Una sonrisa que alegraba su corazón.

Pronto empezaron a salir, y hasta entonces. Tal vez fue la monotonía. Tal vez se les agotó la chispa. O, como decía una canción, tal vez se les rompió el amor de tanto usarlo. –Quien sabe, ya da igual. Todo se ha perdido-. Con el paso del tiempo se agotó su sonrisa. Se agrió su dulce voz. Se apagó esa mirada color miel que le iluminaba el día. Y él, por mucho que no lo reconociera, sentía quebrarse bajo sus pies todo el firme pavimento sobre el que su existencia se sustentaba.

Cuando le dijo que tenían que hablar fue cuando se temió lo peor. Cuando al fin vio la realidad. Fue entonces, cuando puso rumbo al lugar de la cita, cuando adoptó la actitud serena y resignada del reo que camina hacia el patíbulo. Las lágrimas silenciosas corrían a casi el mismo ritmo al que los pitillos se agotaban en sus manos.

Finalmente le dejó. Con unas pocas palabras le destrozó el corazón. Pensaba y reflexionaba. Cómo podía haber cambiado tanto su vida por aquella chica. Nada era igual y todo era distinto. A partir de ahora se vería sumido en una incertidumbre vital. Hacía dónde orientaría su vida. Lo que él sentía por ella era un amor que le abrasaba el alma. Un amor exaltado, un amor digno del más estereotipado romanticismo. Nunca había amado a nadie como ella, y probablemente nunca volviera a amar a nadie así.

Se quedó ahí solo, sentado, mucho rato. La lluvia le empapaba, pero le daba igual. No se sentía con fuerzas para levantarse. Siguió allí, solo, pensando en todo lo que había tenido y en todo lo que ahora no tiene. En que iba a hacer a partir de entonces. Solo le consolaba seguir pensando en ella, en su mirada, en su sonrisa, en la suavidad de su cabello, en la ternura de sus besos.